domingo, 19 de enero de 2014

omnes vulnerant ultima necat


En estos tiempos de apatía, servilismo y mezquindad, uno en ocasiones echa de menos una de esas muertes heroicas, grandiosas, inflamadas de quijotismo y bravura. Pero en la muerte, como en la vida misma, se manifiestan los ideales, la filosofía, los valores morales y éticos del individuo que espera su fin. ¿Y cómo esperar un fin grandioso en los tiempos que corren? No nos queda más remedio pues que echar mano de la historia, esa gran maestra de la vida. Pero la historia se puede contar de muchas maneras. Si uno es un sesudo historiador elaborará sofisticados estudios echando mano de fechas, cifras y teorías, intentando así adaptar la vida a sus propios prejuicios. Por el contrario, si se carece de tantas pretensiones, probablemente nos conformaremos con escribir una novela donde se refleje el devenir cotidiano de la gentes y los héroes de aquella época. El siglo XIX español fue prolífico en este tipo de obras, siendo el adalid de la novela histórica don Benito Pérez Galdós.
En mi infancia todos los niños conocíamos al insigne escritor, no sólo porque su efigie iluminara los billetes de mil pesetas, sino porque en la vieja escuela era de obligada lectura su novela Marianela... Además, si uno tenía fortuna podía encontrar en la estantería del hogar los Episodios Nacionales. Yo tuve esa suerte, aunque durante muchos años la esquivé dando de lado a sus páginas. Me desanimaba observar aquellos cuarenta y seis tomos ocupando dos amplías baldas de la librería. ¿Quién se podía leer aquello?, pensaba... Pero el momento llegó cuando mi padre me castigó por mis malas notas. La penitencia que me esperaba era terrible, despiadada, insufrible: reclusión en la sala de los libros durante dos meses. Y en mi futura celda nada había más que eso, libros, libros y libros. Aguanté varios días sin echar mano a sus páginas, pero al finalizar la primera semana decidí probar a coger uno de los rugosos volúmenes de los Episodios Nacionales. La aventura comenzó con Trafalgar y su protagonista, Gabriel Araceli... A partir de ahí mi mundo cambio. Galdós y su universo se convirtieron en mi religión. Sus personajes empezaron a formar parte de mi propia vida. Quería emularlos, sentir y pensar como ellos, vivir el siglo XIX español.
Entre todos los héroes que encontré perdidos a lo largo de sus capítulos, Diego de León fue sin duda el que más me impactó. Su heroísmo llegaba a extremos de locura e irracionalidad, pero había protagonizado momentos tan memorables... Por este motivo hoy he querido traer sus últimas palabras, porque en ellas se refleja a la perfección ese espíritu aventurero y alocado de los héroes decimonónicos.
Cuenta Galdós en su episodio Montes de Oca cómo tras un intento de asalto al palacio real, Diego de León fue condenado a muerte por el bravo Espartero. Lejos de amilanarse, el propio Diego de León dio las órdenes reglamentarias para su propio fusilamiento, pero antes de hacerlo se desabrochó la guerrera, mostró su pecho y gritó a los soldados: "¡Qué no os tiemble el pulso! ¡Al corazón!"

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